A todo nos acostumbramos: diario de pandemia

A todo nos acostumbramos: diario de pandemia
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Por: Jaina Pereyra (@jainapereyra)
Ilustración: Julia Reyes Retana (@julitareyes)

Hoy cumplo 50 días encerrada. La mitad de los que tiene un gobierno para demostrar si valió la pena votar por él. La séptima parte del año. Casi dos meses. El tiempo más largo de abstinencia que he tenido de cualquier cosa o persona. Disculpen, así funciona mi mente estos días: se agarra de un dato, se desdobla, deambula en las equivalencias, busca una experiencia de infancia, un aprendizaje de terapia, regresa a lavar platos.

Para cuando se publique este texto (si se publica este texto), habrá pasado otra semana. O más. Y de todos modos me importa no escribir más que para hoy, porque por primera vez lo incierto del futuro se me recuerda todo el tiempo. El estado de alerta me obliga a estar en el presente y, al mismo tiempo, me permite zambullirme en una nostalgia rara, autorizada por el silencio constante. Tomo conciencia del silencio. Los pájaros cantan todo el día. Les presto atención, se las quito. ¿Hasta qué hora trinan? ¿Siempre suenan tanto?

Han sido semanas extrañas. Me duraron poco los días de la conmoción permanente, de las ganas de abrazarlo todo y a todos, del miedo por el tiempo que pasaría en soledad, de la ansiedad por la economía, por la salud- propia y pública-, de ver delfines en Venecia con el asombro de quien nunca ha visto un delfín. He dejado de pensar en el “(re)nacimiento” de una humanidad excelente. Cada vez me parece menos real esa expectativa porque, para bien y para mal, a todo nos acostumbramos.

Las rutinas que me parecían onerosas al principio, se han vuelto automáticas: lavarle las patitas a los perros después del paseo; desinfectar las verduras, las cajas de cereal, los paquetes de Amazon; lavarme las manos, lavarme las manos, lavarme las manos.

Y entre estas nuevas rutinas, esos viejos cuestionamientos. Amistades que dejan de serlo. Algunas porque comparten noticias idiotas, otras porque se portan como idiotas frente al riesgo colectivo. Algunas más que tal vez se han volcado, como yo, en una introspección involuntaria, pero constante. Hemos dejado de acompañarnos en los descubrimientos personales porque se suceden tan rápido. Cada quien parece haber brincado en un pozo de cuestionamientos y los enfrenta en soledad, todo el día, todos los días. Nos distanciamos y ya no podemos reconectar.

Pero los días siguen. No me atoro en esas pérdidas. A pesar de que no tengo las distracciones de siempre, me distraigo fácilmente. Todo va de prisa, pero sin sentido de propósito. Estoy estática y contemplativa. Descubro al señor que vende periódico en la esquina y al chavo que recoge mi basura (¿ya volviste? ¿ya pasó otra semana?). Veo por primera vez los negocios de la cuadra y me conmueven las hojas pegadas en la cortina de metal de uno de ellos. Son poemas. Dice que podemos arrancarlos. Uno por uno. En lo que volvemos a vernos.

Las orquídeas floreando a todo motor. El anhelo de cosas que nunca quisimos y el abandono de obsesiones de vida. También a eso me estoy acostumbrando.

Me recuerdo por tercera vez que hoy es martes. A ratos pienso en los cadáveres apilados, en los familiares de enfermos, en los médicos asustados, en trajes incómodos. Al mismo tiempo pienso en cuándo pediré el súper, en que necesito improvisar una manicura, en qué hacer de comer para que no se echen a perder las espinacas.

La cabeza brinca de un lado a otro. Me exijo trabajar, ser productiva, ofrecer nuevos servicios para poder seguir pagando nóminas y pidiendo tonterías por internet. Soy infructuosa en esa exigencia: no logro ser productiva, pero dejé de tomar refresco hace cinco días. Me estaba hinchando. Es algo, me repito. Otra vez divago.

Se acaba el día 50. Mañana empieza todo otra vez. Hasta que alguien encuentre una vacuna, un tratamiento, el antídoto que nos devuelva la confianza en los abrazos. En los de la familia, pero sobre todo, en los abrazos de los extraños que no han entrado a nuestras vidas a sustituir esos vacíos que han dejado las amistades caducas. Hoy nadie puede entrar. Esos cariños nuevos esperan en la puerta. Hasta que les volvamos a perder el miedo. Porque va a pasar. Porque también al miedo nos vamos a acostumbrar.

Jaina Pereyra (@jainapereyra) estudió para ser economista y politóloga, pero se dedica a escribir discursos, narrativas, iniciativas de ley, argumentos y pretextos. Es directora de la consultoría Discurseros.

Julia Reyes Retana C. es arquitecta, aunque nunca se ha dedicado a la arquitectura. Tiene un taller y marca de costura “Chocochips Costura de Estación” dedicado a la producción de objetos textiles y a la impartición de cursos de costura y técnicas textiles. Dibuja desde que tiene memoria y la ilustración es la base de la que germinan todos sus proyectos, dibujos que se transforman en cosas. Actualmente dibuja todos los días y a todas horas.

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