La confianza de votar

La confianza de votar
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Yo crecí en un hogar que se preciaba de ser “de izquierda”. Mi libro favorito desde los tres años era Mafalda y los domingos leía La Jornada que compraban en mi casa. Recuerdo haber esperado con igual expectativa las cartas del subcomandante Marcos que las crónicas de Cristina Pacheco del lugar donde “nos había tocado vivir”.

“El Chavo” y prácticamente todas las producciones de Televisa estaban fuera de nuestro catálogo del ocio, porque eran “idiotizantes”. A pesar de no seguir el fútbol, desde chica se me dijo que irle al América era el símbolo de todo lo que estaba mal en México. Apoyarlos demostraba una corrupción moral inaceptable. Por ende, soy Puma.

En mi casa se confiaba en el PRD. En que iba a cambiar el país. Mi mamá portó, incluso, su pin en la solapa, para ir como observadora de casilla en más de una elección.  Conozco bien y no me asusta, pues, este discurso que recientemente se ha popularizado de la ética monopolizada. Sé que no siempre viene de la intolerancia, sino que a veces surge como legítima defensa ante la amenaza.

Con el tiempo fui conociendo un mundo más diverso. Mi escuela, mis empleos, mis amigos me enseñaron que hay valor, humanidad e integridad también en otros lados. Aprendí que no todos los militares son represores, ni todos los empresarios abusivos, ni todos los priistas corruptos, ni todos los panistas intolerantes. Aprendí a confiar en la iniciativa privada; en el mercado tanto como en el Estado; a respetar a los diversos y a cuestionar a los propios.

También mis papás han cambiado. Son menos militantes. Me imagino que la edad y la decepción que la izquierda de este país insiste en ocasionarles, ha motivado este cambio. Pero en estos días, a raíz de la “consulta” (entrecomillo a propósito) que se realiza este fin de semana y la batalla de descalificaciones que ha generado, he pensado mucho en ellos; en ellos hace treinta años.

Me he acordado mucho del día entero que mi mamá —y, por lo tanto yo— pasó como funcionaria de casilla en el plebiscito que buscaba darnos jefe de Gobierno en vez de regente en el D.F. Mi papá iba y venía con sándwiches y Boings para los funcionarios de casilla (claro, tomábamos Boing y no Coca-Cola, porque la cooperativa de trabajadores y eso).

Regalamos Boings al votante número 100 y al 200 para celebrar su participación. Antes de este fin de semana, cada vez que recordaba esto, pensaba en cuánto habían evolucionado nuestras instituciones electorales que, en ese momento, regalar Boings ni siquiera generaba la sospecha de fraude electoral. Hoy pienso que en la consulta del aeropuerto hubieran podido rifar coches y ni quién dijera nada.

Sobra decir que en 1993 no nos robamos ninguna urna, ni la embarazamos. No teníamos conflicto de interés en su resultado. No íbamos a tener contratos asegurados, si se aprobaba una opción o la contraria. Genuinamente creíamos que esa consulta iba a cambiar algo y que nuestra participación en su organización era determinante. Es cierto, cuando nacía la democracia teníamos que confiar en esos que buscaban promoverla.

Con estos antecedentes personales, no debe ser sorpresa que no soy de las que cree que la consulta del aeropuerto deba ser un tema exclusivamente técnico. No me opongo, tampoco a esta consulta porque quiera “acallar la voz ciudadana”. Al contrario, me opongo a la consulta precisamente porque va en contra de todo eso que creo que es importante.

Llevo días pensando en si debería ir a votar. Realmente no creo que sirva de nada. Estoy convencida de que la consulta va a arrojar lo que sus organizadores quieren que arroje. Y aquí es donde yo veo el drama. He perdido la confianza de que mi voto sirve de algo. ¿Cuántos años nos costó construir un sistema que quitara esa desazón, para que en un solo ejercicio desaparezca esa confianza? ¿Desaparecerá?

La frustración de la política que AMLO prometió cambiar; el coraje de no poder oponerme a los contratos millonarios, al abuso del erario, siguen ahí. Así que no, no es si se decide en consulta o en privado. El problema es el engaño y lo tentador de utilizarlo. El nuevo gobierno está, todavía, a tiempo de repensar si quiere generar la misma frustración que sus antecesores o si genuinamente nos va a dar voz. Ojalá se decida por la segunda alternativa, y, si lo hace, debe comprometerse a nunca más realizar una consulta plagada de irregularidades, como la de este fin de semana. Confiemos en que los 30 millones de votos que sumó sirvan de algo.

*Especialista en discurso político. Directora de Discurseros SC

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