Un periodista está haciendo un perfil sobre uno de mis clientes favoritos y, al mencionarlo, habla de un desconocido. Ése del que habla no es mi cliente: un hombre distante, lleno de lugares comunes, difícil de asir. Al mismo tiempo le da la impresión de que es como un niño y por fin escucho algo que resuena. Para mí lo más sorprendente fue precisamente encontrar tanta dulzura en él.
Me quedo pensando cuánto de lo que vemos en una persona es cierto y cuánto depende de nuestra expectativa de lo que queremos que sea… cuánto de lo que vemos en un candidato, por ejemplo, depende de nuestra necesidad de encontrarlo y cuánto depende de la información previa que de él tenemos y que sólo buscamos confirmar.
En el caso de este cliente, todos sus colaboradores me habían dicho lo mismo: lo más distintivo del personaje es su nobleza. En la sesión de preparación de discurso que tuve con él me dio la misma impresión: un hombre noble, introvertido, dulce, decente. Nada de lo que pensaba de él meses antes de conocerlo, pero exactamente lo mismo que su equipo había prometido.
Llevo dos días en un curso de perfiles para periodistas. El descubrimiento es que resulta ser un género muy parecido al discurso. Los apuntes que el maestro va dando son los que doy en mis cursos: tenemos que conmover. Tenemos que matizar las palabras. Tenemos que ser responsables con su uso. Tenemos que generar una emoción sin mencionarla: provocar tristeza sin decir “tristeza”. Tenemos que encontrar las contradicciones de nuestro personaje. No podemos venderlos como santos porque no son creíbles. Tenemos que encontrar una buena entrada al texto o perdemos a la mitad de la audiencia. Tenemos que escoger sólo los datos más llamativos. La memoria no está hecha para retener los datos, ni los nombres. Si el personaje lo dijo mejor, cítenlo directamente.
De pronto pareciera que nos dedicamos a lo mismo, excepto porque los periodistas tienen un privilegio que los discurseros no tenemos: pueden conmoverse con los errores de su personaje. Si perfilan a un obsesivo, pueden darle dimensión de virtud. Si les conmueve su incapacidad para hallarse en el mundo emocional, pueden describirlo desde ahí. Los discurseros, en cambio, tenemos un abanico más reducido; nosotros tenemos que encontrar una virtud que nos conmueva o nos emocione. Tiene que ser una virtud. Los discurseros tenemos que aproximarnos a los oradores con la convicción de que todos tenemos un encanto que pudiera desenterrarse. Tenemos que tener la paciencia de buscar hasta encontrar. Tenemos que confiar en que en algún momento va a aparecer el instrumento de lo entrañable.
El periodista mira al otro para presentárnoslo, por eso puede, incluso, aborrecerlo. El discursero mira al otro para habitarlo, para imitarlo, para replicarlo. Por eso tiene que sentirse cómodo con él; por eso tiene que encontrar el vínculo virtuoso.
El periodista nos cuenta su experiencia con el otro. El discursero tiene que llevar a la audiencia a sentir esa experiencia de encuentro sin haberla vivido.
El periodista puede distanciarse, puede ser editado para replantear su ángulo. El discursero tiene que involucrarse porque no puede escribir para alguien ajeno, del cual se ha distanciado. El discurso no se prueba correctamente hasta que no enfrenta a la audiencia.
Y tal vez por todo esto el periodista que actualmente perfila a mi cliente vio a otra persona. Porque ese periodista tuvo la libertad de no enamorarse, de no embelesarse con él. Resulta entonces que el periodista tiene una libertad que no tenemos los discurseros.
*Especialista en discurso político.
Directora de Discurseros SC