Vamos llegando a un municipio en Michoacán. Son las 10:30 de la noche. Llegamos al hotel que me advirtieron que es “austero”. Dos camionetas pick up de la Policía Federal están estacionadas en la puerta. “Ah y se me olvidó decirte, que aquí viven los de la Policía Federal”, susurra la coordinadora, como esperando que no me haya dado cuenta. En dos segundos me imagino muerta en una emboscada. Llueve, hace frío, no hay señal. El hotel está en una zona boscosa. Me siento absolutamente vulnerable. El silencio absoluto no ayuda. Me dan mi cuarto, el último en un pabellón que parece cementerio de patrullas. Parece un pueblo fantasma en el que no quiero dormir.
Regresamos a la recepción para saber si no habrá un cuarto en una zona más amable del hotel. No. Todo lleno. Nos miran como bichos raros. ¿Por qué no queremos estar cerca de la policía, si normalmente la gente se siente más segura de saberlos cerca? Nosotros, los defeños, chilangos, o como sea que nos llamemos ahora, los miramos como bichos raros a ellos: ¿por qué lo ven como algo normal?
A la quinta vuelta de la recepción a mi cuarto ya me acostumbré a las camionetas. Impacta ver las sillas que están montadas en la parte trasera, con las cubiertas rotas, algunas baleadas, resguardando el lema: “Para proteger y servir a la comunidad”. Paso por un cuarto que está abierto. Me asomo a esa realidad tan desconocida. Tres cascos colocados sobre la mesa. Tres cascos en un cuarto individual. Mucha ropa doblada sobre la cama, como si vivieran aquí desde hace meses… Viven aquí desde hace años. Finalmente, me voy a dormir en el silencio más profundo, en la oscuridad más devastadora.
Al día siguiente trabajo desde la recepción. No hay otro lugar desde el cual puedas comunicarte con el mundo. Una de las oficiales está platicando con una empleada del hotel quien, me entero más tarde, quiere trabajar en la Policía Federal en el laboratorio de criminología. Se conocen de hace tiempo. De otro hotel. A esta muchacha le tocó contestarle el teléfono a los zetas, “los que entraron disparando”.
Me acerco a platicar con ellas. La oficial es una egresada de la licenciatura de Administración Pública y Ciencias Políticas de la UNAM. Lleva tres años desplegada en Michoacán, más de diez años en la corporación. Entró a las fuerzas federales por necesidad. No encontraba trabajo y se enteró de que contrataban licenciados.
El sueldo sonaba generoso. Seis mil pesos descontando impuestos y retenciones. Antes les daban viáticos. Mil pesos al día. Ahora, a duras penas les dan nueve mil pesos al mes. Quince mil pesos mensuales por “servir y proteger a la comunidad”. Descansan cinco días cada mes y medio. Algunos vienen de Campeche, de Nuevo León. Se tardan día y medio en llegar a sus casas. Me acuerdo de pronto de los niños engreídos que entrevisté la semana pasada, que quieren ganar el doble por hacer la centésima parte.
No tienen computadoras para llenar las fichas que tienen que mandar diario, no tienen guantes para ir a las escenas del crimen. Ellos compran sus uniformes y les hilvanan la bandera en los hombros.
Luchan todos los días contra delincuentes que arrojan bombas de clavos albergadas en tubos de PVC, levantan infracciones de tránsito, persiguen autopartes, asumen todas las tareas de las policías locales y municipales; no entienden por qué.
Tienen un registro de todo lo que hacen y comparten en whatsapp. Oye, “¿y no lo intervienen?”. “Pues sí, pero qué le hacemos, no tenemos radios”. La policía me platica de los halconcitos, de los sicarios de doce años, me quiere enseñar fotos de los últimos muertos que levantaron. La muchacha del hotel de pronto se acuerda que “el de la silla de ruedas es halconcito”. “Ah, sí, ya lo tenemos detectado. Estamos esperando poderlo entregar”. Los llevan frente al MP. Muchas veces el juez los deja salir por amenazas o sobornos. El tema ya no está en un periódico, en una pantalla que puedo silenciar. Es la vida cotidiana en Michoacán, el primer punto en la historia de los operativos conjuntos de la “lucha por la seguridad”.
Extrañan a García Luna. Saywhaaaaat? Tenían prestaciones, seguros, expectativas. “Ahora estamos peor”, dice la oficial con una mueca como no queriéndose resignar.
“¿Y por qué sigues en la Policía Federal?”, le pregunto. Son condiciones inaceptables, indignantes. Me sobreviene la impotencia. ¿Cómo le explico a mis amigos, tan orgullosos, sentados en la oficina de Renato Sales que todo está mal? “Porque me gusta ayudar. Me gusta estar cerca de la gente. Es muy padre poderles devolver a un hijo vivo, o aunque sea muerto. Les tienes que ayudar”… “¿Y por qué no se quejan?”… “Uy, no, nadie quiere hablar. Todos tienen miedo, pero yo sí creo que puede haber un cambio”. ¿De dónde saca esta mujer la esperanza? ¿De su encuentro diario con la traición de sus jefes? ¿De la cercanía con la muerte?
Mientras platicamos me acongoja acordarme de mi época en Gobernación. Los discursos que escribía, fantasías de la realidad que nunca habíamos sentido. Y sí, sé cómo sueno. Pareciera que no he vivido en este país los últimos diez años.
“Así se ven los peones del poder”, me dijo un amigo ante mi estupor. Tiene razón. Reviso los discursos de Renato Sales, de Miguel Ángel Osorio Chong… Me urge que vayan a Michoacán a dormir una noche en este hotel. Sin escoltas, sin equipo, sin pajecitos que les sirvan el café.
Me gustaría que le entregaran un hijo vivo a alguien, o uno muerto. Quisiera escuchar en su siguiente discurso las historias de estos policías. “Nadie se entera de lo que hacemos, nadie se entera”, repetía una y otra vez la policía. Y sí, de esas historias llenas de experiencia, nadie se entera…