Hace poco más de un año, mientras en el Senado se libraba la batalla por legalizar la marihuana, por iniciativa de mi entonces jefe, organizamos una serie de visitas al penal de Santa Martha Acatitla. Fuimos en búsqueda de historias de las mujeres recluidas por posesión de marihuana. Confiábamos en que ponerles una cara de madre, de hija, de novia podría humanizar a las internas. Queríamos transmitir la idea de que no todos los prisioneros son secuestradores, asesinos o violadores sin escrúpulos, sino que la cárcel está llena de equivocaciones. Errores de quienes delinquieron y nunca tuvieron la oportunidad de redimirse, y errores de los policías de investigación, de jueces, de abogados, que nos enseñan que el sistema de justicia penal mexicano es insorteable, si no tienes acceso al dinero y/o al poder.
Muchas de las internas no quisieron hablar con nosotros. Al final de las entrevistas entendimos por qué: la cárcel en México es un infierno. Pequeñas mini civilizaciones (es un decir) en donde el experimento de Milgram parece una parodia.
Un área de impunidad en donde existen dos especies: las internas y los custodios. Entre esas paredes ocurre de todo. Desde prácticas monopólicas y explotación laboral hasta narcotráfico y prostitución, todo con anuencia de las autoridades.
Muchas de las internas con las que hablamos entonces tenían hijos pequeños viviendo con ellas en reclusión. Muchas extrañaban a los hijos que hacía años no veían. Todas contaban historias de abandono. Las familias habían dejado de visitarlas. Algunas porque no tenían suficiente dinero para emprender el viaje cada semana y entonces, o mandaban dinero para comprar tarjetas telefónicas y los víveres y bienes que se comercian en el penal, o iban a verlas. Otras, porque, al haberse encarcelado a la interna, antiguo sostén de la familia, alguien más tenía que ponerse a trabajar. Muchas veces los hijos pequeños o los padres ancianos y ya nadie tenía tiempo de ir. Unas más porque tenían el estigma que la cárcel confiere. Sus familias creían que el crimen era imperdonable, o estaban en contra de que quisieran tener a sus hijos recluidos, o ya no les parecían parejas dignas.
Todas hablaban de sus vidas antes de prisión y se iluminaban.
Muchas estaban ahí por una dosis que les encontraron traficando, otras porque le guardaron la mercancía al novio y éste las delató. Unas asumían su culpabilidad, otras se juraban inocentes. Todas soñaban con cambiar ese minuto en el que pudieron haberse mantenido libres y no lo lograron. Porque no tenían otra forma de generar dinero, o porque confiaron en la persona equivocada, o porque estuvieron en una redada que no debió tocarles. ¿De qué servía su encarcelamiento?, era nuestra pregunta recurrente.
Saliendo nos preguntaron las autoridades que si alguien había hablado de más. Supimos que sólo contándonos lo que habían confiado, se habían expuesto.
El fin de semana pasado fui jurado en un concurso de oratoria y debate. Dos de los concursantes, en sus discursos, hablaron en contra del Nuevo Sistema de Justicia Penal. “Un sistema que libera delincuentes”, decían una y otra vez. No era mi función en ese concurso, pero me daban ganas de interrumpirlos y decirles que esa historia que están contando las autoridades incapaces, desde Mancera y hasta el gobierno federal, no es cierta. No es cierto que hay delincuencia por el nuevo sistema de justicia. Ni es cierto que la cárcel sirve para desincentivar la delincuencia, ni sirve para regenerar delincuentes, ni sirve para prevenir la reincidencia. ¿De dónde sacan que sí?
¿No viven en el México en donde se grabó Presunto Culpable? ¿No conocen de las injusticias del sistema? De los tantos Duartes que pagan una fianza mínima por vaciar las arcas del estado y de los tantos sin nombres que viven años en la cárcel por robarse un chocorrol o por vender un porro.
¿Por qué el que la policía te acuse, de pronto te vuelve culpable? Repito, ¿desde cuándo en México podemos confiar en eso? No es cierto que el sistema deja que “los delincuentes” se vayan. El nuevo sistema cree que la simple acusación no te hace culpable. Si mi esposo dice que soy infiel, ¿lo soy sólo porque lo dice? Si mi escuela dice que plagié mi tesis, ¿me pueden correr antes de demostrármelo? No. Y entonces, ¿por qué sí estamos dispuestos a que una autoridad viciada hasta los huesos determine, sin prueba alguna, a quién encarcelar?
El nuevo sistema entiende que la cárcel es la pena máxima y que no todos los delitos la ameritan. Entiende que hay otras formas que proveen más justicia y compensan más que encarcelar al agresor. Entiende que hay que exigirle a los policías una investigación seria para dar garantías al ciudadano. Entiende también que la cárcel no ha servido como disuasor. No es cierto que mientras más alta sea la pena, menos recurrente es el delito. Eso simplemente no pasa, independientemente de lo que digan las teorías de elección racional.
Es más, el Nuevo Sistema de Justicia Penal debió ser el eje narrativo del sexenio anterior. La reforma más importante en décadas. La apuesta por la humanidad, por la capacidad de perdonar, de redimirnos, de recargarnos en la comunidad. Si el presidente Calderón nos hubiera contado esa historia de conciliación y no la historia de una guerra, hoy tal vez México habría regenerado la confianza en sus instituciones, en la justicia y en el perdón. Tal vez México ya estaría sanando sus heridas…