No supimos vender la democracia

No supimos vender la democracia
';

Durante muchos años después de la primera alternancia en la Presidencia nos dedicamos a hablar sobre el “desencanto” de los mexicanos con la democracia. Todas las encuestas internacionales referían que México no sólo era el país más insatisfecho en Latinoamérica, sino también el que más rápidamente intensificaba esta percepción.

Se habló de expectativas incumplidas y de parálisis legislativa. Luego el discurso se amplió para abarcar a la política en general. La política, los políticos, nos tenían decepcionados. Necesitábamos a los independientes para “sanear” la arena de la representación.

Es profundamente paradójico que a las fuerzas de oposición les haya tomado prácticamente un siglo llegar a ser opciones de gobierno competitivas y que justo cuando la pluralidad de voces encontrara regularidad y fuerza en el Congreso, la percepción fuera que “todos son iguales”.

Esto habla de la profunda carencia narrativa que hemos vivido en las últimas décadas en este país. Nos habla también de cómo, con todo y el paulatino debilitamiento del presidencialismo, el Parlamento no ha sido foro de debates que hayan permeado en la sociedad; no ha servido tampoco ni de acicate para su justificación ni de contrapeso ideológico a las decisiones de gobierno.

No se han contrapuesto en él, para conocimiento de la ciudadanía en general, visiones de país, directrices de comportamiento, prioridades de Estado que pudieran haberse asociado a algún partido político. No hay en la generalidad de sus debates, razones para defender la necesaria pluralidad.

Contrario a lo que se hubiera esperado, cuando el poder se empezó a repartir, los partidos nos dejaron de dar razones para hacerlo. Y, más grave aún, nos hemos acostumbrado a hablar de democracia como un método de decisión, pero no de deliberación en el que necesariamente confluyen todas las visiones. En los últimos años, la política se ha vivido como el espacio del abuso, de la exclusión, de la imposición, cuando debiera representar precisamente la inclusión, la concurrencia y el debate.

Hemos pensado que la política y la democracia tienen que ver con las decisiones que se toman, pero no con el proceso de intercambio intelectual para tomarlas. Por eso se explica, por ejemplo, que, antes de reformar la ley orgánica del Congreso para fomentar la proliferación de posicionamientos argumentados, hayamos legislado sobre la consulta popular. Por eso se explica, incluso, que para el gobierno entrante, el futuro del nuevo aeropuerto deba dirimirse en las urnas y no en la tribuna. Porque en nuestro país, las urnas no son realmente el veredicto sobre los debates en tribuna.

La democracia en México ha sido un fracaso porque no nos ha convencido de que la deliberación plural es el único instrumento para satisfacerse como democracia. En parte porque, una vez que hubo un espacio institucional para dar esos debates, los participantes dejaron de darlos en público, vieron irrelevante el planteamiento de sus posiciones, vieron como absurda la oposición testimonial frente al mayoriteos de votos acordados en reuniones privadas.

Me preocupa que hoy que el resultado electoral parece regresarnos de un salto abrupto al presidencialismo monocromático, no veo a ningún legislador electo cuestionando las decisiones que ya se han anunciado. No veo a ningún futuro tribuno enarbolando razones de eficiencia, de congruencia, de ética. La euforia de la victoria, la esperanza compartida en el triunfo de López Obrador, no pueden ser pretexto para desatender la necesidad de garantizar los espacios de otras voces, por mínima que sea, en comparación, su representación.

El resultado electoral es coyuntural. Por eso el fortalecimiento de la pluralidad democrática no puede estar en función de éste. Ojalá veamos a alguien, en oposición o en gobierno, recordándolo pronto desde la tribuna.

 

*Especialista en discurso político.

Directora de Discurseros SC

Artículos relacionados
Leave a Reply

Your email address will not be published.Required fields are marked *