Soy parte de una generación que ha banalizado la tristeza, pero también la felicidad. Todo lo que es digno de compartirse públicamente (es decir, por redes sociales) amerita un filtro extra. El paisaje puede ser más luminoso y tú puedes ser más guapo. Esto que disfrutas, que quieres compartir, realmente no es tan disfrutable, porque puede ser mejor con un filtro.
Fotografía el viaje, comparte la reflexión de profundo aprendizaje, muestra a tu familia con la sonrisa más perfecta. Espera los likes, aliméntate de la aprobación de tu personaje. Like, RT, share. Ahí están los estímulos como droga instantánea cuando te sientes solo, cuando te sientes triste.
Y, al mismo tiempo, las redes sociales son el escenario más poderoso para recordarte que estás solo y triste. Porque todos los demás, los personajes de todos los demás, están felices, tienen vidas perfectas, parejas amorosas, éxitos laborales. Tú no. Te llenas de validación de gente a la que casi no ves compartiendo esa felicidad tan efímera y tan perfecta como una exigencia social. Y es peligrosa porque no existe, pero te derrota cuando no estás bien.
Al mismo tiempo, hay redes sociales que romantizan la tristeza. En Twitter, por ejemplo, todos están frustrados con sus relaciones amorosas, con sus trabajos, con sus sueldos miserables, pero todos hablan insistentemente de ello como si presumieran que gozan tanta insatisfacción. En esa red no puedes pedir ayuda porque todos se están peleando el personaje más miserable y no hay espacio para mejorar porque esa cantaleta es contagiosa.
En México aprendimos a hablar de enojo y de frustración, pero no de tristeza. La cadena de abusos que hemos vivido como pueblo ameritan venganza, ira, sublevación, pero nunca el reconocimiento del dolor.
Por otro lado, vivo en un país que no sabe hablar de tristeza. En México aprendimos a hablar de enojo y de frustración, pero no de tristeza. La cadena de abusos que hemos vivido como pueblo ameritan venganza, ira, sublevación, pero nunca el reconocimiento del dolor. Somos un país en donde llorar es de niñas, pero ni a las niñas se les respeta el llanto porque es débil y manipulador.
Tampoco sabemos contener la tristeza de otros. No sabemos acompañarla. No sabemos identificarla. Mucha de la tristeza se alivia socialmente con alcohol y con comida. Llenamos los abismos con fiestas y convivencias, pero no los reparamos.
Y de pronto se suicida un grande. El viernes pasado nos conmocionó el suicidio de Anthony Bourdain, pero cada cuarenta segundos se suicida una persona en el mundo. Nuevamente lo trivializamos.
Resulta que todos “han estado deprimidos”. Pero no. No todos los que estamos o hemos estado tristes vivimos con depresión. Ni siquiera todos los que hemos tomado antidepresivos vivimos con depresión. Resulta también que todos ofrecemos nuestro apoyo. Pero no. Acompañar una depresión tampoco es fácil. No todos tenemos la fuerza ni la capacidad de hacerlo.
La depresión es una enfermedad crónica que debe ser atendida por profesionales.
Las estadísticas apuestan (casi con la misma tasa de éxito) por medicamentos y por terapia cognitivo conductual. La humanidad ya sabe cómo tratarla y de todos modos seguimos sin prevenir y reparar tanta tristeza. Seguimos diciéndole a la gente que le eche ganas, que tome vitaminas, que haga yoga y meditación, que platique con quienes no sabemos cuestionar los pensamientos autodestructivos. Y sí, eso repara la tristeza, pero no la depresión.
Entonces sí, hablemos de depresión y hablemos de tristeza, pero hagámoslo con responsabilidad. Generemos un espacio en donde eso sea posible: hablar con sustento sobre la depresión para quien la vive y para quien la acompaña. Es necesario y es urgente.
*Especialista en discurso político. Directora de Discurseros SC.