Reflexiones de una discursera: apología de la profesión

Reflexiones de una discursera: apología de la profesión

Esta semana tuve la suerte de estar en Washington para un curso de discurso. Siempre que vengo a este tipo de eventos me sorprende lo lejos que estamos en México de entender la centralidad del discurso en la vida democrática (así lo planteaba, de hecho, el viernes en su conferencia magistral Barton Swaim, columnista del Washington Post).

En muchos otros países, ser discursero es una profesión reconocida; una profesión para la que se estudia, que requiere capacitación constante y que exige cuestionamientos permanentes sobre su pertinencia, sus alcances, su función. Cada una de las capacitaciones que he tomado en la materia, me ha exigido una reflexión distinta y cada una ha impulsado un proceso diferente.

El primer descubrimiento fue que hay discurseros en otros ámbitos, además del político. Los hay, incluso mayoritariamente, para empresarios y para rectores universitarios. Los hay, también, para organizaciones no gubernamentales y think tanks. Desde mi punto de vista, esto quiere decir que, en otros países, los actores políticos “informales” reconocen el impacto de sus palabras en las discusiones públicas y a la palabra como el principal instrumento de persuasión.

No obstante a ello, prácticamente todos esos discurseros tienen la intención de escribir en política, para políticos. Todos lo perciben como una especie de graduación en la profesión. La vida tiene formas extrañas de mostrarte tu privilegio, pero en ese momento comprendí lo afortunada que había sido de empezar mi carrera directamente como discursera de un Secretario de Estado- un gran Secretario-; un hombre con visión, inteligencia y compasión. En retrospectiva me hubiera gustado tener dimensión del encargo. Pero, claro, como dicen, la visión del pasado siempre es 20/20.

En ese encuentro me sorprendió también que todos estos discurseros estuvieran deseosos de capacitarse. Sabían que el talento es sólo el punto de inicio y la experiencia sólo es el refractario. Hay técnica probada que facilita discursos más rítmicos, más eficaces, más poderosos y vale la pena aprenderla… Cuando organicé la primera conferencia de discurseros en México, un sinnúmero de colegas contestaban a mi invitación con un “mira, yo llevo X años escribiendo discursos y no creo que necesite el curso”. Y sí, si uno lee los discursos de los políticos en México, es notorio que los discurseros muchas veces han dejado de exigirse el mejor desempeño: palabras imprecisas, argumentos que no se siguen fácilmente, lugares comunes, frases hechas. Para mí, el recordatorio de la dimensión de la tarea corrige esta desidia, insiste en que para los discurseros no hay sinónimos y que no es misión cumplida hasta que el público más reacio se convence de nuestro argumento.

En la segunda oportunidad que tuve de asistir a alguno de estos cursos, el cuestionamiento profesional- ético incluso- fue de mayor calado. ¿Qué hace a un buen discursero? ¿Cuál es su papel, cuál es su responsabilidad? Aun rodeada por personalidades aparentemente disímiles, parecía haber una especie de hermandad. Todos sabíamos escribir, pero sobre todo, todos sabíamos escuchar, conectar con nuestros oradores y con sus audiencias; a veces nos tocaba ser la voz del cuestionamiento, de la mesura; el freno al desenfreno. A nosotros nos toca decirles que no, en un mundo en que todos les dicen que sí. Nos toca ganarnos la confianza a pesar del no. Nos toca escudriñar en ellos hasta que encontramos su línea de humanidad más inspiradora; presentarlos en ese papel, para que todos conozcan lo que admiramos de ellos, asumir y defender sus voces.

En esta última ocasión, la obsesión constante fue el relato, la palabra y su función. Creo que todos los conferencistas hicieron algún argumento de las historias como parte indispensable de un discurso. Una historia sobre nuestro personaje, sobre sus convicciones, sobre sus descubrimientos. Qué anémica está la clase política mexicana de esto. ¿Alguien conoce la historia de sus representantes? ¿Por qué se convirtieron en políticos? ¿Cuáles son las causas que defienden y cómo llegaron a convencerse de ellas? Creo que la respuesta mayoritaria será negativa. Yo creo que eso tiene que ver con la falta de disposición de nuestros políticos a que los conozcamos. No sólo han privado a la palabra de sentido, de valor, de verdad; la mayor parte de las personalidades se han privado de contenido y de convicciones. ¿Qué representa cada uno? ¿Qué causas defiende? ¿Qué ofrece? ¿Por qué es mejor que las alternativas?

Y así, mientras a pocas cuadras de donde estoy, el Presidente Trump representa una afrenta a la tradición del discurso norteamericano, y los políticos y los discurseros entran en profundos debates al respecto, mis representantes están discutiendo  el nombramiento de Paloma Merodio como si fuera una cuestión de género, usando, una vez más, los conceptos a contentillo, las palabras sin responsabilidad y sin seriedad, sabiendo, tal vez, que nadie toma su palabra en serio porque no es, ni ha sido garantía, nunca, de nada.

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