Esto ocurre frecuentemente en la vida de un discursero: tu orador te manda llamar. Necesita un discurso. Se presentará ante una audiencia determinada, quiere hacer un argumento poderoso. Te instruye el ángulo, rebotan ideas, te vas a hacer tu trabajo. Consigues los datos, estructuras el argumento, lo blindas contra las críticas. Revisas que las palabras sean precisas, eficientes, que tu orador se pueda reflejar en ellas; adornas las ideas, el ritmo, encuentras tus soundbytes. Revisas. Vuelves a revisar. Regresas con el orador. Revisan juntos. Normalmente hay cambios. Lo pules. Horas, a veces días después, tienes un discurso del cual te enorgulleces.
Llega el día de la presentación en sociedad. Parte de tu trabajo es ver qué y cómo funciona con la audiencia. A veces acompañas a tu orador. A veces sigues alguna transmisión en vivo. Tercera llamada. Tercera. Tu orador se para frente al podio con el discurso impreso cuidadosamente, con párrafos que no se dividen entre hojas, con letra visible, con hojas numeradas. Y, de repente, como en cámara lenta, tu orador baja las hojas y comienza a hablar de su ronco pecho. ¡Nooooo! Tal vez rescata el argumento central o retoma alguna discusión que tuvieron en el proceso. Tu huella está en sus palabras, pero tus palabras se esfumaron. Tu discurso no sirvió para nada. Nadie nunca lo escuchó.
Esto es aún peor cuando el proceso fue más autónomo. Cuando mandaste el discurso y no pudieron rebotarlo. Entonces te entra la duda de qué hiciste mal, de por qué no lo usó, por qué no le gustó. A todos los discurseros nos ha pasado y es de lo más frustrante que hay.
Con mayor calma, tu ego vuelve a dimensiones pertinentes y reconoces que es válido. Que no necesariamente dice algo sobre tu trabajo. La confianza que te tiene el orador es profunda; haberte prestado su voz es realmente maravilloso, pero sigue siendo su voz.
Es lógico que a veces el orador se sienta más cómodo improvisando. Lo que es mejor, a veces es necesario que pueda hacerlo, porque en el transcurso del evento, el orador anterior “le gana” la idea central. O porque de pronto se da cuenta de que hay alguien en la audiencia que pudiera sentirse lastimado con algún fragmento. O porque la circunstancia así lo impone: comienza a llover o detienen al Chapo o se muere David Bowie en el camino al evento. El mundo cambia y tu orador tiene que poder adaptarse. Esto es especialmente cierto con los políticos. Necesitan tener esa capacidad de reacción. Ese as bajo la manga que les permita sentirse cómodos improvisando, reaccionando; parecer siempre estar en dominio de la situación.
Esta semana todos, absolutamente todos, tuvimos una opinión sobre el evento —interrumpido— de López Obrador en Nueva York. Las redes sociales hervían. Si dijo una cosa o la otra, si lo hizo bien, si lo manejó mal, si lo atacaron legítimamente o lo provocaron. Prácticamente todos participamos de esta discusión, pero estoy segura de que sólo los discurseros vimos con estupor el momento en que, al interior del recinto, Andrés Manuel invita al señor a pararse a su lado con todo y pancarta (https://vimeo.com/208254888, min 0:55), pero, en vez de atenderlo, le dice a la audiencia “aquí está, junto a mí… ahora ¿ya? ¿me permiten terminar de leer?”. Sobra decir que el resto del video nadie “le permite terminar de leer”, porque ¿a quién se le ocurre seguir leyendo en ese caos?
Era la intersección entre una prueba de fuego y una oportunidad de oro. De las pocas que tiene AMLO, acostumbrado a eventos sin confrontación, en donde el público, a mano alzada, le aprueba cualquier ocurrencia. Sorprende mucho de López Obrador, uno de los políticos con instinto más agudo, con experiencia más amplia en política, que no haya aprovechado el momento, suspendido la lectura, adaptado el discurso. El evento ya no se trataba del mensaje que llevaba impreso, se trataba de la interrupción y de la narrativa que de ella derivaría.
Qué raro parece que, en ese entorno, con ese contexto, frente a esos testigos, su instinto le sugiriera seguir leyendo. Un discurso que, sobra decirlo, no se acercaba ni remotamente a la elocuencia de Martin Luther King. Un discurso prescindible, pues, sorprende que el instinto se haya ahogado en palabras ajenas. Pero bueno, probablemente sólo los discurseros lo notamos porque de esa parte del asunto es de lo único de lo que no he visto un sinfín de reproches y alabanzas, en todos sus matices.