Una de las cosas más difíciles de transmitirle a mis clientes es una de las cosas más obvias: que los políticos son marcas. Todo lo que hacen, dicen, votan, piensan, tiene que ser consistente con una marca. Son un producto, con contenido. No sólo una etiqueta. Y así como nos resultaría extraño comprar un pastel de chocolate que fuera rosa, con sabor amargo y forma de pizza, un político que no puede mostrar consistencia en todos los flancos, es un político que no representa nada para nadie.
Por muchos años el político que mejor ha desarrollado su marca en nuestro país ha sido Andrés Manuel López Obrador. A fuerza de repetición, nos ha hecho asociarlo con conceptos como la “honestidad valiente”, como “un proyecto alternativo de nación”, como “la mafia del poder”. Es más, por mucho tiempo, los políticos no quisieron hablar de esperanza- en este país tan necesitado de ella- porque él era el “rayito de esperanza”.
Lo mismo ocurre con argumentos en sentido contrario. Cuando su oposición nos habla de populismo irresponsable o de políticos mesiánicos, sabemos que están hablando de López Obrador.
Es cierto que AMLO lleva más de una década en campaña; que ha tenido más tiempo que cualquier otro candidato de generar un personaje. Su marca ha sido muy exitosa posicionándose en el mercado. Estoy segura de que la mayor parte de nosotros podríamos adivinar cuál sería la respuesta de López Obrador ante casi cualquier pregunta hipotética. Y ese simple elemento es poderosísimo.
Porque no sólo es la repetición de sus conceptos, lo cierto es que, hasta la fecha, su personaje ha sido muy consistente con ellos. Andrés Manuel lleva años denunciando el privilegio en cada oportunidad que tiene (porque “por el bien de todos, primero los pobres”); sus propuestas, arcaicas y probadamente ineficaces si se quiere, efectivamente son alternativas al modelo de crecimiento al que nuestro país le ha apostado por 30 años. A él personalmente no se le conoce gasto oneroso en nada. No viste como visten nuestros legisladores. No gasta miles de pesos en botellas de vino. No tiene una Casa Blanca. Pareciera que su discurso contra la corrupción- fenómeno que ha llegado a niveles de cinismo que mi generación no conocía-, es consistente.
Y si bien ha mantenido un personaje, también lo ha ajustado; ha aprendido. En 2012, nos presentó una campaña en la que incorporó el amor a su discurso. Su beligerancia, su “cállate chachalaca”, fueron muy perniciosos para él en 2006. En 2012 parece haber aprendido que la mafia del poder puede ser nefasta, pero que sin mafia del poder no ganas elecciones. En estos últimos meses distintos empresarios se han acercado a su campaña. La presencia de Romo, de Torruco, de Fastlicht, de Moctezuma parece decirnos que le han perdido el miedo. Y, eso, que pudiera ser justo lo que necesitaba AMLO para por fin ganar puede ser su talón de Aquiles más debilitante.
De hecho, hoy Andrés Manuel tiene una decisión que tomar respecto a lo que han sido sus dos banderas más identificables y más atractivas: la confrontación con una sociedad de privilegiados que olvidan sin miramiento a los más pobres, que viven de los privilegios del sistema y, en segundo lugar, su denuncia persistente a la corrupción.
Porque es difícil tener un discurso en contra de los más privilegiados, quienes mantienen acceso, poder, riqueza precisamente por su cercanía y apoyo al poder y tenerlos diseñando tu campaña; es difícil denunciar la guerra que los medios tienen contra ti y tener a sus funcionarios en tu organigrama. Requiere de muchos malabares.
Pero, tal vez aún más difícil la tiene si no decide sacrificar a Ricardo Monreal. Un político que ha hecho del abuso del erario su forma de vida. Un político cuyos actos descarados de corrupción, sólo los de la Delegación Cuauhtémoc, no vayamos más lejos, se han documentado por vecinos en la Condesa y ahora por Mexicanos Unidos contra la Corrupción (por cierto que su respuesta fue precisamente despotricar contra la mafia del poder que hizo la investigación). Años y años hablando de corrupción y ¿nada? ¿ni un dicho? ¿ni medio pronunciamiento? ¿Ni jalarle las orejas a Monreal? Parece complicado.
Porque, si López Obrador no escoge- y mi apuesta es que no lo hará-, habrá perdido la mayor ventaja que tenía: la consistencia entre su discurso y sus acciones. Si de por sí va a ser otro político que nos engañe y quiere que sólo se haga la ley en los bueyes de su compadre, ¿qué cambio ofrecería realmente?