Tal vez tenga que empezar aclarando que vengo de una familia bicultural. La constante contraposición entre culturas nos hizo prescindir de ambas. No hablo quechua, que mi papá habla con sus hermanos solventemente, ni sé nada del cine de oro mexicano. Conocí a José Alfredo Jiménez por ahí de los dieciocho años y las “gorditas” a los 23. No me gusta la salsa, ni el mole, ni como con tortillas. No soporto el mariachi, pero tampoco la música andina. Mi papá insistía todo el tiempo en que los mexicanos somos unos “agachones”, que todo le permitimos al gobierno, pero Bolivia nunca se planteó como una probable residencia futura.
Fui a una escuela bicultural. Una estancia postdoctoral de mi papá que nos llevó a vivir a Alemania, justificó mi inscripción en el Colegio Alemán.
Desde que aprendí a leer, leí sobre la Segunda Guerra Mundial, sobre las historias de los campos de concentración, sobre la sinrazón que llevó al ascenso de Hitler al poder, conocí los recuerdos de quienes no se opusieron al fascismo y nunca pudieron sobrevivir la culpa, escuché los recuentos interminables de las familias separadas por el muro. El nacionalismo no se me inculcó per se como valor. Los lunes se honraba a la bandera mexicana en un acto que yo siempre pensé que incomodaba a los maestros alemanes, quienes verían-yo creía- en el nacionalismo, en la adulación de un símbolo, un riesgo constante.
Con estos antecedentes crecí sintiendo que mi identidad no se definía en la nacionalidad. Había demasiados elementos disímbolos para asignarle la identidad al país en donde nací. Nunca entendí por qué la pobreza o la injusticia en Chiapas tendría que preocuparme más que la pobreza o la injusticia en Chuquisaca, o en Guatemala, o en Kenia. Nunca entendí sentirme orgullosa por ser mexicana, o boliviana. Para mí la nacionalidad siempre fue un hecho fortuito y el orgullo se debe sentir por las trayectorias y las decisiones que tomamos, no por las circunstancias que nos suceden.
Siempre he pensado que decir que los mexicanos somos <inserte algún valor positivo> es igual de prejuicioso que decir que somos <inserte algún valor negativo>. Creo que los mexicanos, podemos estar expuestos, en promedio, a circunstancias que nos identifican, a colores, a sabores, a lecturas de la historia, a personajes, al uso de las palabras y a su significado cultural. Todo eso forja identidad, claro. Pero también creo que mi realidad es mucho más parecida a la de algún adulto de clase media en Londres que a la de uno en la Sierra Tarahumara o, incluso, en la colonia Doctores que me queda tan cerca.
En resumen: me cuesta trabajo la agrupación colectiva en torno a la nacionalidad y sólo a la nacionalidad. Y tal vez por eso el discurso nacionalista, patriota, patriotero, como sea, siempre se me ha complicado.
Hay algunos países que han hecho narrativas sobre sí mismos en torno de los principios que guían su identidad y su política pública; en torno a lo que, como países, defienden —what they stand for—. La portada de Der Spiegel en donde Trump degüella a la Estatua de la Libertad es clara porque Estados Unidos ha hecho una narrativa de sí mismo como un país de migrantes, un melting pot, el país en donde todos pueden cumplir sus sueños. Cuando alguien dice que el muslim ban es Un- American, se refiere precisamente a que ésos son los principios vulnerados.
Hay muchas convocatorias nacionales que pueden hacerse en torno a símbolos: apoyar a la Selección Nacional, alegrarse por una medalla olímpica, etc. Esas convocatorias despiertan un tipo de orgullo, generalmente irreflexivo. Sin embargo, convocar a una marcha, como la convocada para hoy, o, convocar a la unidad, como ha hecho el presidente Peña en días recientes, por ser mexicanos, me resulta extraño. Sobre todo porque yo no identifico en nuestra narrativa nacional un conjunto de principios y convicciones que, como país, arropemos.
Marchamos por nuestros migrantes pero tratamos a los centroamericanos como basura. Lamentamos la misoginia de Trump pero excusamos y hasta nos enorgullecemos del machismo mexicano. Marchamos por una nacionalidad compartida cuando miles de mexicanos siguen insultando a otros tantos miles llamándolos “indios”. No sé. No entiendo. Y con esto no estoy diciendo que me oponga a la marcha, sólo creo que una convocatoria en torno a una idea, a un principio, a una convicción, hubiera sido menos debatida que convocar en torno a una identidad difusa.