Aparecieron lentamente fotografías en internet. Aviones, trenes, camiones repletos de mujeres avanzando hacia la marcha de resistencia en Washington. Varias traían unos sombreritos tejidos de orejas de gato, haciendo referencia al doble sentido de la palabra pussy. Una palabra que refiere al escándalo de abuso sexual, la única ofensa que, por un momento, parecía el dealbreaker para los electores de Donald Trump. Una palabra que rasguñó su triunfo en las encuestas, pero no pudo detenerlo.
Futuros padres marchando por los derechos de hijas que vienen en camino. Hermanos que apenas pueden caminar, marchando por los derechos de sus hermanitas, hombres que no tienen mujeres cuyos derechos quisieran proteger, pero que creían en la convocatoria y, claro, miles y miles de mujeres dirigiéndose a Washington a afirmarse en una posición. A dar un discurso de protesta a través de la acción. Auténtica conmoción por el poder de la unión, por la constatación de que sus principios y valores están confirmados, de que sus miedos están apaciguados por la compañía de la empatía.
Yo soy una ferviente creyente de las palabras. Me cuesta mucho trabajo no creerlas, en ocasiones incluso cuando no vienen respaldadas por acciones. Creo que, como me dijera alguna vez Juan Rebolledo Gout, discursero del presidente Salinas, el discurso es un hecho político. Es una ventana a la identidad, a las creencias, a las prioridades, valores y orgullos de los oradores. El silencio es otro discurso político. Un discurso que se elige ya por apatía, ya por miedo. Pero cuando las palabras se llenan de acción y la acción de palabras, no hay duda de su significado.
El viernes pasado Trump dio un discurso que constató lo que creíamos de él. En los últimos meses de su campaña se fue delineando como lo que es. Dejó de ser esa veleta que lo mismo creía una cosa que lo contrario, que lo mismo planteaba una acción que la combatía. Fue identificando un conjunto de valores: proteccionismo, conservadurismo, patriotismo. Un patriotismo difícil de compaginar con nociones previas, enarboladas en el mismo Estados Unidos. Un patriotismo en el que parecía que Estados Unidos renuncia a dirigir el concierto internacional y se mirará al ombligo por los siguientes cuatro años.
Un gabinete que no tiene nada que ver con fortalecer a las clases trabajadoras, acompañaba un discurso en el que prometía devolver el gobierno al pueblo. “Excelente discurso” decía alguien en mi feed de twitter. Ante mi estupor y cuestionamiento contestó que le parecía una gran pieza de oratoria porque “tiene fuerza, resume su ideario, está bien planteado, fue pronunciado con carácter, emociona a la audiencia…”. No seguí discutiendo, pero yo difiero.
Un discurso necesita, como una obra de teatro, un personaje, un mensaje y una audiencia, reunidos en un tiempo concreto. Ese tiempo es la circunstancia que enmarca al discurso. Y ésta fue, quizás, la principal falla del discurso de Trump. Porque, aunque pinta al personaje, con el lenguaje acalorado, violento incluso, que le es propio; aunque plantea una idea de patriotismo- que no un “ideario- y del deber ser, de la realidad norteamericana, ambas debatibles desde mi punto de vista, lo cierto es que Trump se equivoca identificando a su audiencia y, en ese sentido, pierde el objetivo de su discurso.
¿Para qué sirven normalmente los discursos de inauguración? Para sanar al país dividido después de campañas que con los años se han vuelto cada vez más virulentas. Sirven para plantear un programa, para calmar miedos, para convocar aliados. Son discursos tanto para el país como para el mundo. A diferencia de los discursos de campaña, que son promesas y revelaciones de personajes, los discursos en gobierno son la toma de responsabilidades y de compromisos claros.
Este sábado marcharon miles de mujeres en todo el mundo pidiendo un compromiso con la equidad, con el respeto de nuestros derechos, con la defensa de nuestras legítimas ambiciones. El discurso es la movilización, la audiencia son quienes marchan, quienes reportan, quienes las minimizan y quienes las admiramos a la distancia.
La elección demostró que mujeres, afroamericanos, latinos, estaban dispuestos a escindirse de esas identidades lastimadas por el discurso de Trump, para unirse en torno a la identidad de la desprotección, de la desazón, de la desesperanza, de la pertenencia socioeconómica.
Por eso la marcha de mujeres convocada este sábado es un discurso tan poderoso. Es la constatación ferviente de una convicción, de una aspiración, de una determinación. No es una participación que se teje en torno al género, es una alianza que se articula en torno a una esperanza.