En los últimos años han emergido distintos razonamientos justificando o vilipendiando la “corrección política”, esa directriz de evitar, en el lenguaje público, expresiones que pudieran ser hirientes para identidades específicas.
De un lado del espectro político la corrección política es el enemigo, una forma de censura que impide tratar problemáticas; exageraciones de quienes acusan ofensa; causa de un malestar que no puede resolverse porque no puede expresarse. Trump hizo uso de este argumento (es un decir) para presentarse como un candidato “auténtico”. El problema de la corrección política, decía el candidato, es la hipocresía a la que obliga. El público merece la “verdad”, poder hablar con verdad, escuchar la verdad. Y con este razonamiento, lógico, pero falaz, la campaña propició la manifestación de un discurso de odio. Porque Trump no usó la “verdad”, su “autenticidad”, para revelar actos de corrupción, malos manejos de fondos públicos, autoritarismo o pactos políticos ocultos para dañar a la nación (ni siquiera para revelar su propia declaración de impuestos, digamos). Porque todas esas verdades no son realmente matizadas por la corrección política, sino por el abuso de poder.
La “verdad” que quería manifestar el ahora presidente contenía una pugna racial, un manto de prejuicios, una idea de que ciertas identidades son menos meritorias de respeto que otras. Así, de repente, hablar de las mujeres como cerdos, de los mexicanos como violadores o de los musulmanes como terroristas, se normalizó. En distintas entrevistas en donde fue cuestionado por ese tipo de declaraciones, Trump dijo que no tenía tiempo para la corrección política, como diciendo que había verdades que tenían que decirse para tener un diagnóstico claro de la problemática nacional. Inicialmente se le confrontó y, muy al estilo que ha demostrado tener, a mayor cuestionamiento, mayor placer en desafiar las reglas de la civilidad, de la decencia o, como la llaman para atacarla, de la “corrección política”.
Poco a poco el término fue adquiriendo connotaciones negativas. En parte, por lo que se percibe como una “exageración” de los progresistas. De repente, acusan algunos, todo se volvió género, raza, las dictaduras de la corrección política, de la ideología de género, por ejemplo. Comenzó a emerger la duda de en qué momento es una ofensa legítimamente reclamada y en qué momento es una exageración de la susceptibilidad. Y la pregunta siguiente debiera ser si importa. Porque lo cierto es que en una comunidad civilizada, no debería haber ninguna identidad ninguneada por otra. En ningún momento, por ninguna razón.
Respetar a las minorías y a las mayorías. Creer verdaderamente en la igualdad, independientemente de identificación de género, cultural, religiosa, étnica, racial, por orientación o preferencia sexual, por alguna discapacidad, enfermedad o por la identificación que sea, debe ser la regla básica en cualquier democracia. Respetar al otro, a cualquier otro, es la regla básica de cualquier jardín de niños, cuantimás de cualquier democracia.
Por eso resulta apabullante pensar que la corrección política se ha convertido en algo negativo. ¿De cuándo a acá hacer lo correcto está mal? Porque lo cierto es que cualquier denuncia que se haga en torno a “las mujeres”, “los musulmanes”, “los gays”, “los negros” como amenazas a la convivencia, es completamente infundada y no está relacionada a las inequidades económicas que pretenden denunciarse con esta generalización. No son los “musulmanes”, “los negros”, “los mexicanos” los que amenazan la paz, son los terroristas y los criminales, que algunos son musulmanes, negros o mexicanos, pero algunos otros también son blancos y cristianos y estadounidenses. Denunciar identidades sin entender contextos, sin analizar precedentes, sin compasión ni empatía por entender sus filias y fobias, se llama discriminación.
A todos los que alguna vez nos preguntamos cómo fue posible que el nacionalsocialismo se volviera una ideología predominante, nos debería preocupar la dictadura de la ofensa, deberíamos insistir en que corregir nuestras narrativas, hacer prevalecer el respeto en el lenguaje es necesario y es urgente.
Si se trata de llamar a las cosas por su nombre, insistamos en que la corrección política es decencia, es respeto. No se deben herir susceptibilidades porque no se debe y punto. ¿En qué momento dejamos que este sustento indispensable de la vida en comunidad fuera cuestionado y atacado?