PRI y PAN pierden casi todo, empezando por su identidad

PRI y PAN pierden casi todo, empezando por su identidad
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Crecí con la convicción de que el PRI había construido la narrativa fundacional de nuestro país. Sus símbolos, sus héroes, sus villanos. El mantra de la Revolución que haría justicia, pero que nunca se materializó. Luego el mito modernizador, que nos haría potencia internacional. Nos dieron las reglas del juego democrático, construyeron un país, lo calificaron para la OCDE, tuvimos una Miss Universo y nos dieron un TLC. Todo esto les debíamos, dijeron por muchos años.

Cuando volvieron del exilio en 2012 se veían tan cómodos. Nunca vi a ningún panista tan cómodo en el poder. Volvían los priistas que sí sabían hacer las cosas, que venían a demostrar que las cosas se negocian por consenso, se aprueban en bloque, se presumen en Palacio Nacional. El PRI, “el nuevo PRI”, empezó su sexenio lleno de símbolos y simbolismos, como siempre lo habían hecho. El Pacto por México, Elba Esther en la cárcel: parecían todopoderosos, parecía que no se volverían a ir.

Y luego se aprobaron las reformas y vino Ayotzinapa, y la Casa Blanca, y se quedaron sin nada que decir. No tenían función, no tenían proyecto, no tenían ya nada que reivindicar. Un partido que creó la narrativa del país se demostró absolutamente ayuno de causa, ideología e identidad.

Por otro lado, los panistas nacieron para ser oposición del poder absoluto. La libertad, la pluralidad, la democracia, la institucionalidad eran condiciones necesarias para ser democracia. Su misión por casi un siglo se trató de cuestionar el poder omnipotente, arrollador, engañoso. Nacieron sin ambición de poder, pero con deber de cuestionar. No buscaban cargos, sino conquistas éticas: un país en donde el debate fuera plural y las elecciones libres.

Para los panistas, el grupo político no tenía causas, sino comunidad e ideología. Se ocuparon de definir la estructura ideal del país. Un Estado mínimo que igualara oportunidades, pero respetara y permitiera proyectos legítimos e individuales de vida. Un partido que habló de mística, del servicio público como vocación, de llegar al poder sin perder el partido. Es decir, un partido que se prometió no dejarse corromper por el poder. Pero todos sabemos que no funciona así.

Con el tiempo, el PAN malentendió la libertad y se sintió amenazado por el llamado libertinaje. Se acercó a lo religioso. Se volvió un partido conservador.

Cuando por fin conquistó la Presidencia de la República, aparte de la transparencia y la estabilidad económica como elementos congruentes con su ideario, el PAN se quedó sin discurso, sin narrativa y sin causa. No supieron explicar que el panismo no era sólo forma de deliberar, sino de diseñar política pública.

Y regresaron a la oposición. Se volvieron a sentir cómodos. Pero no tuvieron su tradicional debate interno sobre qué tipo de oposición serían, cómo se relacionarían con el gobierno y con el Pacto. Se dejaron invitar, presionar, embelesar. Estuvieron dispuestos a ocupar el mismo espacio que el PRD, como si nada los diferenciara.

Las decisiones de cuándo se atacaba y cuándo se adulaba al presidente Peña se tomaron entre Anaya y su grupúsculo. El partido dejó de entrenar a sus tribunos, dejó de recordarles sus porqués, dejó de inspirarlos a debatir ideas, causas, posturas públicas. Empezó a apostar por la unidad, como si el disenso no hubiera sido siempre su más grande fortaleza. Luego se alió con partidos con los que no compartía ni un solo elemento ideológico. El partido traicionó su esencia y, naturalmente, siguió perdiendo.

Hoy, tanto el PRI como el PAN están dando vueltas en círculos sin reconocer la dimensión de su derrota. Todos culpan al proceso electoral y a sus candidatos. Nadie ve que esto viene de tiempo. Nadie reconoce que el día que Andrés Manuel monopolizó la palabra “esperanza”, los dejó sin herramientas para hacer política. Ahora tendrán que reinventarse; tendrán que redefinir esas esperanzas. Tendrán que reconocerse en aciertos y en errores; tendrán que encontrar una función, una razón de ser; regresar con una bandera que les confiera un espacio en la deliberación, y que a los ciudadanos nos garantice pluralidad en cada decisión.

 

*Especialista en discurso político. Directora de Discurseros SC

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